Jean Paul Sartre: El rol del Ciudadano

Una sola vez presentí la miseria...


...Louise –quien había trabajado en casa cuidando de Poupette y de mi- vivía con su marido, el retejador, en un cuarto de la rue Madame, en la buhardilla; tuvo un bebé y fui con mamá a verla. Nunca había puesto los pies en una buhardilla. El triste corredor al que daban una docena de puertas, todas iguales, me estrujó el corazón. El cuarto de Louise, minúsculo, contenía una cama de hierro, una cuna, una mesa, y sobre ella un calentador; ella dormía, cocinaba, comía, vivía con un hombre entre esas cuatro paredes; a lo largo del corredor, las familias se ahogaban, emparedadas en covachas idénticas; ya la promiscuidad en la que yo vivía y la monotonía de mis días burgueses me oprimían. Entreví un universo donde el aire que se respiraba tenía gusto de hollín, donde jamás una luz horadaba la mugre: la existencia era una lenta agonía. Poco después Louise perdió a su hijo. Sollocé durante horas: era la primera vez que me enfrentaba con la desgracia. Me imaginaba a Louise en su cuarto, triste, privada de su hijo, privada de todo: semejante desamparo debería hacer explotar la tierra. “¡Es demasiado injusto!”, me decía. No pensaba solamente en el niño muerto sino en el corredor del sexto piso. Terminé por secar mis lágrimas sin haber puesto a la sociedad en tela de juicio.

S.B. "Memorias de una joven formal".

Me volví traidor...


...y no he dejado de serlo. Por mucho que me meta por entero en lo que hago, que me entregue sin reservas al trabajo, a la ira, a la amistad, sé que en cualquier instante lo renegaré, lo quiero así y me traiciono ya, en plena pasión, por el alegre presentimiento de mi futura traición. De una manera general, mantengo mis compromisos como cualquier otro; soy constante en mis afectos y en mi conductas pero infiel a mis emociones; hubo un tiempo en que me parecía hermoso el ultimo monumento, cuadro o paisaje que hubiera visto: enojaba a mis amigos evocando cínica o simplemente con ligereza - para convencerme de que me sentía desapegado- un recuerdo común que podía ser precioso para ellos. Al no poder quererme lo bastante, huí hacia adelante; resultado: aún me quiero menos, esta inexorable progresión me descalifica constantemente ante mi mismo: ayer actué mal porque era ayer y presiento hoy el severo juicio que haré mañana sobre mí. Sobre todo, nada de promiscuidad: mantengo a mi pasado a respetuosa distancia. La adolescencia, la edad madura, hasta el año que acaba de pasar, serán siempre el Antiguo Régimen; el Nuevo se anuncia en la hora presente pero no está instituido nunca: mañana afeitarán gratis. Sobre todo taché mis primeros años; cuando empecé este libro necesité mucho tiempo para descifrar todas las tachaduras. Había amigos que se extrañaban, cuando tenía treinta años: "Se diría que no ha tenido padres. Ni infancia". Y era tan tonto como para sentirme halagado. Sin embargo aprecio y respeto la humilde y tenaz fidelidad que determinadas personas -sobre todo las mujeres- mantienen por sus gustos, sus deseos, sus antiguas empresas, por las fiestas desaparecidas; admiro su voluntad de seguir siendo los mismos en medio del cambio, de salvar su memoria, de llevarse con la muerte la primera muñeca, un diente de leche, un primer amor. He conocido a hombres que se acostaban ya tarde con una mujer envejecida por la sola razón de que la habían deseado en su juventud; otros tenían rabia a sus muertos o se habrían batido antes de reconocer una falta venal cometida veinte años antes. A mí no me duran los rencores y confieso todo, complacientemente; estoy muy bien dotado para la autocrítica a condición de que no pretendan imponérmela.

J.P.S: "Las Palabras".

El horario de las "tres ocho".


Se abrió una puerta y Simone de Beauvoir y yo entramos: la impresión desapareció. Un oficial rebelde, cubierto con una boina, me esperaba: tenía barba y los cabellos largos como los soldados del vestíbulo, pero su rostro terso y dispuesto, me parecio matinal. Era Guevara.
¿Salía de la ducha? ¿Por qué no?. Lo cierto es que había empezado a trabajar muy temprano la víspera, almorzando y comido en su despacho, recibido a visitantes y que esperaba recibir a otros después de mí. Oí que la puerta se cerraba a mi espalda y perdí a la vez el recuerdo de mi viejo cansancio y la noción de la hora. En aquel despacho no entra la noche: en aquellos hombres en plena vigilia, al mejor de ellos, dormir no les parece una necesidad natural sino una rutina de la cual se han librado más o menos.
No sé cuándo descansan Guevara y sus compañeros. Supongo que depende: el rendimiento decide; si baja, se detienen. Pero de todas maneras, ya que buscan en sus vidas horas baldías, es normal que primero las arranquen a los latifundios del sueño.
Imaginen un trabajo continuo, que comprende tres turnos de ocho horas, pero que desde hace catorce meses es realizado por un solo equipo: he ahí el ideal que casi han alcanzado aquellos jóvenes. En 1960, en Cuba, las noches son blancas: todavía se las distingue de los días; pero es sólo por cortesía y por consideración al visitante extranjero.
Pero a pesar de sus extremadas consideraciones, no podían menos que reducir al mínimo estricto las horas imbéciles que yo dedicaba al sueño: acostado muy tarde, me hacían levantar muy temprano. Yo no lo sentía: al contrario, con frecuencia me contrariaba, por tardía que fuera la hora, irme a dormir cuando ellos todavía velaban aunque se hubiesen levantado temprano; por saber que me habían precedido varias horas. Y es que era imposible vivir en aquella isla sin participar de la tensión unánime.

J.P.S: "Huracán sobre el azúcar".